llámame Britney

Esta esperanza yo no la he buscado. Roberto Bolaño

EL TESTAMENTO DE MIKE BRADY

EL TESTAMENTO DE MIKE BRADY

ahora que es un hombre

ahora que cree
ser feliz medianamente y no aborrece
la vida pero sí quizá su miedo
que se siente y no
se siente al verse en Mike Brady y reconocerse en él

ahora que
sin que exista diferencia
piensa
ha superado la escritura, la economía o el prescindible transcurrir de los meses

lee a personas sin talento
lee a hombres y a mujeres con un premiable compromiso ciudadano
que sin saberlo son
y ahora él no se molesta
un daño irreversible a la literatura

pero los lee ahora que nada puede sorprenderle y todo le parece mínimamente nocivo
o eso cree
y se sabe solo porque es la ausencia de sorpresa la que lo compone

porque Mike Brady murió en 1992
y lo hizo repudiado por América

porque saber del hombre
y cómo es el hombre
es lo único que hace irreversible el abandono

y ese es el punto de encuentro entre Mike y él

lee ahora a esas gentes
piensa

y los lee como quien lee o incluso mejor
los lee como quien no lo hace y de ser recompensado tampoco lo haría
y no le molestan esos hombres ni esas mujeres que arremeten contra las instituciones
porque alguna vez también él las maldijo
y porque encuentra cómico al final
y eso solo ocurre desde hace muy poco
ver cómo se felicitan cuando sumas de bienes públicos
institucionalizan sus obras

y no premia ni se inmuta ni mucho menos lee
porque cree que para hablar de estar vivos
hace falta haberlo estado

y se recuerda hace un año justo en este instante
comprando billetes de tren
minutos antes de que otro hombre le dijese
que un día lo iba a llamar en su presencia

un día te llamaré a mi lado, dijo, pero él no sabía entonces
como tampoco quiere reconocer
que esa espera era la única certeza posible y que arremeter contra ella o contra el tren o contra el hombre

o contra el viaje que, sí, hizo semanas después

sería como escribir sobre la cooperación o el comunismo o el amar al prójimo de Jesús
pero celebrar que el sector público se convierta en empresa privada
si es en nuestro beneficio

eso piensa ahora que es un hombre y es feliz
y que sabe que sería lo mismo que hablar sobre la familia

o eso cree

y por eso se relaja y disfruta de la televisión

ahora que Mike Brady ríe y el presente todavía podría ser
un capítulo de 1969
donde Mike se sabe solo pero lo rodean seis niños, una mujer y una asistenta
por no hablar del perro que se ha quedado en casa y en su expedición campestre
Mike se ríe, diferencia y mofa de los homosexuales

eso piensa
y se ríe también y también lee y se felicita
por qué no

porque cree de verdad que con la economía ha superado
los códigos románticos y también su superación
la caricatura provechosa que del amor han hecho y han hecho también de la dignidad
las obras de autoayuda

ahora que es feliz y sabe
ahora que podría ser América
lee y ve la televisión y llora y celebra pero sobre todo se siente solo

espera al de los billetes como Mike Brady esperaría
y dice soy un hombre
y soy feliz
o eso creo

a pesar de la culpa, la pena sucia y la tristeza

y es el mundo y no yo
que en nada daño ni a quien amo siquiera
el que debería estar cambiando

CAPITAL: GENEALOGÍA DEL MATRIMONIO. Un ensayo




En su nuevo programa Penélope de Ítaca afirma que, si eliminásemos el Siglo Diecinueve, aplacaríamos los clásicos y aspiraríamos a una nueva humanidad. ¿Está
equivocada? Cada vez son más frecuentes las alusiones a la asimilación realista
de patrones románticos. El hombre se siente constreñido. Su organización social no lo representa. Si no fuese
por el amor, económicamente llamado matrimonio, el ser humano
sería feliz.

El episodio de hoy comienza con Penélope diciendo: en primer lugar, la infancia. Así se presenta contra la cámara. Acto seguido,
restos de cebolla picada en una cocina. Preparada para el postre, enseña los moldes Goethe. Huele sus huecos. Dice:
compren sin parar. Los besa. Un guiño, al que acompaña de furia. Batiendo
adereza la masa. Circunferencias anulares. Y, al sonar un teléfono, lamenta la decisión de Telémaco: qué desgracia un hijo que se niega a la inclusión. Aclara
que el joven quiere abandonar la escuela. Yo le digo, continúa, que debe esforzarse
por encajar. Me insulta lo fácil que es rendirse y oponerse,
dice. Le prohibo el uso de libros, del mismo modo en que os pido que los expulséis de vuestras cocinas: esta masa, atentas a sus páginas, se habría quedado inútil. El exceso merma tanto como la falta, por eso –o no– siempre se dirige al público en femenino. Calcina de dentro hacia fuera. Entonces
sigue aludiendo a la tradición: qué diría de vuestra ortografía, sin pan que acompañar al leerla. Le digo a Telémaco: estudia, procrea o cásate. Ser feliz es tan fácil. Cuando saca el bizcocho del horno,
lo trocea en pirámides. Las apila
pese a caerse. Las guarda en una caja. Esta, guiña de nuevo, es la obra de mi amor. Así espero a Odiseo. Antes de guardarla, abre la caja: se ha desmigado el pastel. Atento, Telémaco: el matrimonio
es postergar
su recomposición.

En realidad Penélope
engaña a la audiencia. A la cocina siempre prosigue una mesa redonda. Ha variado el formato. Hoy
sobrevuela una pregunta: ¿cómo saber que el molde
no es Atenea transmutada? Ella responde con Telémaco de ejemplo. Asegura
que, omitido el encaje, es inútil la noción de equilibrio. Y que sin tradición ¿dónde ubicar a Atenea? Hay silencio. Luego unas imágenes. Cuestionada recientemente, Penélope afirmó que, de no haber reproducido los patrones con que se nos educó, no existiría la necesidad de afirmación en el héroe. Tiempo después
llora sin motivo. Dice: si no se le hubiese educado, Odiseo
todavía estaría aquí. Entonces enumera sus vicios: seguridad, estabilidad y orden. Se golpea el pecho por haberlos esperado. ¿Qué diferencia,
se interrogan los espectadores, existe entre ser feliz y la plenitud de los objetos? Un rótulo
cierra el debate: ¿fue el miedo a la diferencia, el pánico a que ocurriese
algo malo, el motivo de la descomposición?

Lo fuese o no, se precipita la caída. Ahora que intuimos
el fracaso emocional, interrumpen en favor de un bloque publicitario. Fuera de antena, Penélope reconoce que Telémaco no irá a buscar a su padre. También
asegura que no desea su regreso. Tose y se seca las lágrimas: esto es lo que el público
desconoce. En el set de cocina lanza al suelo un Goethe. Aunque no le apetezca, sonríe, de modo que, al retomar la emisión, el público comienza a deshumanizarla, más cuando recobra la coherencia
y narra su involución matrimonial. Necesita nuevos parámetros. Desposeer el afecto público le causará, en adelante, ansiedades. Nombra decadencia, volver a la infancia, convertirse en exigencia de cuidados. Le aterran la humanidad
y la vejez que nos merma y nos convierte en animales. La escena termina
con ella diciendo: hablo
del amor.

Al final solo
quedan las preguntas. ¿Cómo diferenciar entre un hijo y Atenea? ¿Cómo oponerse a la estabilidad y prevenir el pánico? Recuerden: Yo, Penélope, cuando digo que conozco el amor, aseguro que no
necesito comprenderos. Para qué ¡gloria a los hombres! Para qué volver a los Corintios. ¿Qué decir de la familia? Tampoco yo conozco la verdad, pero sé
que vosotros
estáis equivocados.

Déjennos equivocarnos


Nadie nos enseña a vivir. Por tanto, nadie nos enseña a escribir.

La imagen de arriba pertenece a Nox, de Anne Carson. El libro es un facsímil de las notas que tomó durante años, cuando su hermano, del que apenas sabía, la llamaba, y que recogió y amplió a su muerte.  Es, de algún modo, una elegía del aprendizaje que, si se trata de la vida, es triste siempre.

Nadie nos enseña a leer. Tampoco.

Sin embargo, si uno pone empeño, puede aprender cantidades ingentes de cosas.

Lo que quiero decir es: este libro, más allá de sus poemas, fotos o notas, pone de manifiesto la importancia del tiempo y el reposo. El lomo es desplegable, por lo que, si queremos, podemos hacer de él una línea temporal de varios metros. Y aquí Anne nos dice: anotad, dejad reposar, que os hacen falta meses para cada una de estas guirnaldas.

Yo, ya sabéis, quiero mucho a Anne.

Y la quiero porque me ha enseñado muchas cosas.

Si uno es valiente y se enfrenta a nuestros últimos treinta años o, mejor; si uno viniese del espacio exterior o, mejor aún; si uno llorase la muerte de Gil de Biedma junto a su ataúd y, acto seguido, cayese redondo  y despertase hoy, podría preguntarse: ¿acaso hemos cambiado en algo? Y no me refiero (solo) a nuestro país. Me refiero, en realidad, a nuestra poesía. ¿Cuántas apuestas, de las que llenan las mesas de novedades (escasas, para ser justos), difieren del panorama de hace veinte, treinta años en la poesía contemporánea?

Las hay, sí. Y algunas excelentes. Pero en este país en el que se publica tanto, el avance no es legión.
Disculpen, en cualquier caso, mi simplicidad.

No obstante, echo la vista a la literatura en lengua inglesa, por ejemplo, y observo el interés que durante ese mismo periodo de tiempo se ha tenido por amplificar los límites del poema, por reformular el verso, por cuestionar el poemario y su estructura. Podría aportar aquí un puñado de nombres. Jóvenes, mayores. Sin embargo, ¿para qué? Ya tenemos a Anne Carson.

Anne nos enseña también sobre el ritmo: ella, que podría manejarlo a su antojo por su formación, por su conocimiento de la función y finalidad de los acentos en los versos, decide prescindir de él. 
¿Por qué?
Porque el poema, amigos, tal y como su tradición ha ido descubriendo, se compone de muchas otras dimensiones.

En un poema encontramos la interrogación de cada palabra: si una no es necesaria al cien por cien debe salir de él. En un poema, además, deberíamos optar por optimizar recursos. Un poema no debería ser un lugar donde los sentidos crecen por ampliación, sino que deberían hacerlo por reducción. Para ello, cada una de las partes del poema deberían complementarse.

Para escribir uno, podemos hacer lo siguiente: desorganizar sus partes, buscando encontrar información complementaria.

Esto me lleva a pensar en lo siguiente: el contenido del poema debe, siempre, justificar su forma y su estructura. Y, una vez tengamos esto, debemos conseguir que la forma y la estructura, a su vez, justifiquen las palabras.

Necesitamos nuevas formas. Necesitamos replantear nuestra poesía. Un poema no es algo bonito. No tiene que se agradable ni tiene por qué hablar de amor. La poesía es vida, con todos su rincones sucios. Y nosotros, aunque amemos la belleza y la persigamos, somos seres pantanosos. A veces, monstruos que no se ven así.

Sin embargo, no podemos olvidar tampoco que el poema es un discurso, un mensaje, un canto. Sabemos cómo jugar con los acentos, modificar entonaciones mediante el uso o supresión de la puntuación, sabemos manejar registros, figuras: hagamos uso. Escribimos para expresar algo, así que vayamos más allá: juguemos con la percepción que provoque el texto.

Somos gente poderosa.

Pero, fuera del poema, cae en picado nuestro poder.

Vivimos en un entorno en el que, mírenlo bien, se aplaude y celebra otra idea del poema.
A veces, se aplaude y celebra una idea inexistente del mismo. Y también del poemario. ¿Para qué darle nombre a la acumulación?
Nadie nos enseña a escribir. Nadie nos enseña a leer. Pocos nos proveen de nuevas intenciones. Pocos apoyan las nuestras.

Si queremos hacer evolucionar nuestra tradición, si queremos no solo no dejarla que se estanque, sino no dejarla que retroceda, si creemos en la poesía, tenemos que arriesgarnos.

Y en todo riesgo, en todo salto, hay una posibilidad de caída. Anne lo dice: no tenía ni idea de qué necesitaba su hermano de ella. No por eso dejó de seguir hacia adelante. No por eso dejó de intentar descubrirlo.

No por eso se olvidó de él. Anotó. Guardó. Supo que llegaría el momento.

Y nosotros, que desconocemos qué necesita la poesía, sabemos, sin embargo, que nos necesita. 

Yo aquí propongo una idea: intentemos dar el salto. 

No lo hagamos por nosotros mismos, que no necesitamos aplausos, ni alabanzas ni glorias; hagámoslo por los que vendrán después. El que quiera fama o dinero que vaya a la televisión.

La poesía es otra cosa.

Pocos nos van a decir cuál es el camino. Pero, como habéis visto, incluso en lo que no se nos dice se nos enseña. Avanzar no es más que andar hacia adelante con los ojos muy abiertos. Y pensar. Pensar despacio, con mucho tiempo.

Lancémonos sin red. Debemos equivocarnos. Que ya vendrá alguien después que, por nosotros, y aprendiendo de nuestros errores, haga algo de la magnitud que nuestro idioma merece.

Indaguemos todas las dimensiones del poema. 

Lo digo siempre, pero no me canso: si la literatura de verdad nos importa, debemos ser generosos.

Nuestra poesía, permítanme esta claridad, adolece los mismos problemas que nuestro país. Hay un resquicio salvable, pero cómo ser consciente de hasta qué punto hemos hecho bien o no.

Ahora termino con peticiones:

Que alguien nos apoye. Sabemos que no estamos solos.
Dennos tiempo. Enséñennos la importancia del tiempo. La corrección. El reposo.

Pero, a su vez, por favor: déjennos equivocarnos.

Seis excusas para mi ineptitud

1.
He descubierto a Olga Novo. Me estremece.

2.
He descubierto a Rosario Castellanos. Me cuestiona.

DESTINO

Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

¡Ah! pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
- antes que lo devoren -  ( cómplice, fascinado )
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.


3. Las dos me han enseñado. Me han hecho conocerme más. De Rosario se dijo mucho y, sobre todo, se dijeron cosas feas. José Joaquín Blanco, según recoge la introducción de la antología que me han prestado, dijo que sus poemas eran sentimentales, amargos, religiosos y domésticos, aderezados con mitos y figuras, "pensados más para la declamación no oratoria y engolada sino recitada y triste como las oraciones de las mujeres en el templo -ágora femenina- y a media voz, lenguaje femenino...". (Este párrafo, aunque no bien señalado, está casi calcado del libro.) Yo soy, por tanto, femenino. 

4. A los autores que amamos debemos llamarlos por su nombre. Son nuestros amigos. 

5. Me han enseñado tanto que hasta he vuelto a escribir un poema que hace meses decidí no continuar. Así que les digo gracias y cuelgo la mitad, así no os molesto tanto.

EL RECHAZO A LLORAR LA MUERTE, POR EL AGUA, DE UNA NIÑA EN ZARAGOZA

Para Berta

Mira a ese hombre cómo se retira
de la humanidad hecha carne en el bocado,
alimenta a su hija
y luego la abraza, aunque portal afuera
la lluvia,
mustio alborozo de cobre,
esté celebrando su ayuno.

La noche podría
proyectarte, hermana,
y dar nombre y respuesta a tus quietudes,
a la necesidad del pan a una edad baldía,
o al gusto y al quejido con que eleva
nuestro padre un altar,
y la nutre, y también acuna
a la niña fácil con tristeza de metales.

Esta escena, no quiero que lo olvides,
será nuestra oración.

A cada temblor que remita
trenzará un antecedente en la historia:
las botas mojadas, la delgadez del vaquero,
el propio abandono de su origen:
le hablará de plantar y arrancar sin cultivo;
creerá en la redención,
hebra a hebra, de la infancia hecha mechones.[...]



6. El poema es para Berta, quien me ha provisto de todo esto. Y está vergonzosamente basado en este de Dylan Thomas, que ya he colgado aquí alguna vez.

Ajmátova en su lecho de muerte se vio rodeada por mujeres

Aquí solo quiero señalar errores. Esto es, hablar de la vida. Veamos.


AMABA TRES COSAS EN LA VIDA

Amaba tres cosas en la vida:
los pavos reales blancos, las oraciones vespertinas
y los desteñidos mapas de América.
No soportaba a los niños chillones,
ni la mermelada de frambuesa con su té,
ni la histeria femenina …
y estaba atado a mí.
Anna Ajmátova 



Pero ella era una mujer. Su valentía aminoraba la masculinidad de quien estaba en sus alrededores. Hoy hace menos historia a otros supuestos valientes de la historia. Reduce.
Anne Carson la convierte en hagiografía en una serie de poemas, dentro de Hombres en sus horas libres. De ellos, este es el que no la nombra pero la extiende. El personaje es para Carson, casi, mermelada que untar en una rebanada de pan:



ÚLTIMA HABITACIÓN

De la vida astuta siempre tomó lo que necesitaba para su oficio.
      La noche la manchaba entre la estufa y el aparador.
             Ahora se incorporaba... la vida
que hubiera podido vivir (simple, con abejas y vecinos, una valla de madera),
      Las ciudades que cambiaron de nombre o ardieron,
             el silencio (látigo).
Pasó los años sesenta tratando de reconstruir una obra de teatro Enuma Elish (Cuando sobre...)
      que había empezado Tashkent y luego destruido.
              "No quedan ni las cenizas." Rogó a sus amigos
que recordaran algún fragmento, el chirrido de un pozo, ella, él.
       Tenía la visión de algo entre Kafka y Chaplin,
              Líneas blancas sobre terciopelo negro, una farsa simbolista.
Todo lo que consiguió fue un montón de cabezas de pescado.
       Las envolvió en un periódico de 1946 y lo llamó Sueño dentro de un sueño.
              "¡Come algo, Enkidu,
                     es necesario para vivir!
                               ¡Bebe vino, es la costumbre de la tierra!"




Tanta sabiduría no nos proscribe. Es decir: nosotros, jóvenes e insensatos por nuestra supuestas vidas planas, también aprendemos. Al menos, aprenden los más aventajados, como Berta García Faet, y nos lo cuentan.




MARINA

Le gustaban tres cosas en la vida:
Ana Ajmátova

Le gustaban tres cosas en la vida:
el cine lento, los grandiosos colores
de Italia en verano y Ajmatova.
(Pero no olvides la música: la música
excepto, incomprensiblemente, Brahms).

Detestaba la religión y el opio (concretamente el océano),
la efusividad de las muchachas, el contacto físico y salir
en las fotos. Y dilo también, que se sepa: detestaba,
con una especial virulencia,     de entre todas
las múltiples sub-razas ridículas y traidoras,
legítimas herederas de su lija-sarcasmo,
a las intelectuales finalmente bobas
que creen en el amor.

Y yo no era su mujer.
Por eso.




Es aquí cuando uno se pregunta para qué seguir hablando. Dediquémonos a amar. A odiar. Pero a estar vivos.

Vuelvo a Carson para que me hable de Rusia. Rusia es, siempre, directriz. Apunta, señala, hurga en nuestros errores. Carson dice sobre Tólstoi, en Hombres de TV: Tólstoi.



Un hombre curiosamente tierno y sin embargo
incluso después de su boda
llamaba a su deseo de besarla
"la apariencia de Satán".


¿Qué errores cometemos nosotros, que estamos ya tan lejos y por eso evaluamos creyéndonos tan moralmente superiores?
Somos estúpidos. Y es por amor.

Cumbres profundas (parte 2)

Ayer (creo que fue ayer) subí la primera parte de un breve capítulo. Es de la historia sobre la que estoy escribiendo ahora. Está aquí. Hoy, dejo el trozo que falta. Son borradores y, con tiempo y perspectiva, entraré dentro de algunos meses a corregirlos. Pero, de momento, esto es lo que mejor he sabido hacer. La historia, de momento, se titula Cumbres Profundas (porque a mí no se me ha ocurrido un título mejor). Y uno de los detonantes del título provisional es esta canción de Klaus & Kinski, mi grupo español favorito:


Y ahora, aquí el resto:


Antes he escrito estupor y quería decir miedo, porque es eso lo que sintió al verse cayendo al fondo del foso, y, sobre todo, al comprender que ella, pendiéndolo en el aire y soltándolo -podía sentir el tiempo detenido, sus manos en contacto, los pies desprendiéndose, el empujón-, lo lanzaba y no le preguntaba cómo se encontraba, pese a oír el golpe. Ella parecía preocupada por el pasado. Siempre decía: 
dime, hijo, ¿es lo suficientemente hondo? 
Pablo nunca respondía, ni se rebelaba contra el recuerdo. Ella gritaba poco después: 
¡pero ponte en pie, coño, que hay que revisar bien la profundidad de nuestras acciones! 
El niño lloraba previsiblemente.
Túmbate, contestaba ella, túmbate, fuera de sí, y el niño inútil, tan poco hombre, se segregaba en llanto, atormentado, contra el calor de antes, víctima de repentinos espasmos helados. Se acurrucaba, pero no se tumbaba nunca. 
Túmbate, te he dicho, o te tiro tierra. 
Entonces, acatando la desobediencia de su hijo, la madre ejercía su deber a la educación y, a patadas, erosionaba los montículos que rodeaban la zanja. 
Míralo, qué bonito. Si parece un ángel, como cuando acababa de salir de mi tripita. Así, hijo, así. Como tu abuelo. Pero nunca te vayas. Tú nunca te me vayas. No hagas como tu hermana. Ni como harán tus hermanos piensan hacer dentro de poco. Tanto quereros y cuidaros. No, mi Pablito. 
El niño seguía jadeando, mocoso. Lloraba porque le daba asco la tierra. Y ese mismo asco recorría, a la inversa, el camino que la tierra había trazado al caer, como si fuese un vídeo y alguien lo reprodujese marcha atrás. El asco alcanzaba los pies de su madre. De ellos, trepaba las piernas, como una enredadera. Terminaba inundándola de odio, aunque ella pareciese seguir seca. Tan seca como el cauce puente abajo, murmura Pablo girándose. ¿Qué?, pregunta Daniel. Pero Pablo no responde. Tan seca como el cauce. Un cauce de tierra. La tierra muerta que era ya su madre. Origen. Repudio.
Pablo cree ahora, mientras sortean las escasas calles del pueblo, que quizá su madre sí era consciente de su asco, porque a cada patada aumentaba la velocidad y la fuerza del golpe. Ahora Pablo siente saña. La siente ahora porque el recuerdo, desligado del asombro de entonces, es más real que lo que estaba ocurriendo. Al menos así lo cree. Y lo cree porque puede analizarlo, porque piensa en la razón y en que nos hará mejores. Siente también la mano de Daniel, con la que transfiere apoyo. Y se descubre en el presente:
de nuevo en la calleja y dentro de casa, mi hermana y mi padre todavía. 
Tras subir a duras penas por la cuerda que terminaba lanzándole su madre, con más esfuerzo que el que requiere esta cuesta, se hería las rodillas. Las gotas, presurosas, piernas abajo, relucían por culpa de alguna luz ilocalizable. Había transparencia en estos nuevos ríos. Y había sequedad al rozar la falda de su madre.
Era entonces cuando lo abrazaba y se quedaban así. Ella, consciente de la acusación contra su falda, lo zarandeaba. Y al niño Pablo le entraba mucho más miedo. Aunque razonada, aquella mañana era siempre atroz.
Ahora, sin embargo, se siente poderoso al rozar la mano de Daniel. Le ha dado la bolsa para abrir la puerta. Mientras abren, sienten el mismo silencio que al llegar, hace ya un par de horas. También emana el mismo olor a sofrito. 
Nada que ver, se dice, para despojarse ya de este recuerdo, con el grito desesperado de los cerdos, con el entierro tumultuoso de aquella mañana, con su madre, volviendo a casa y repitiendo sin parar:
al menos tú no te piensas ir nunca.

Cumbres profundas (parte I)

Cuando vivía en Austria empecé a escribir una novela. Llevaba dos años dándole vueltas a la historia. Después de mucho pelear y conseguir sacar una única página inteligible y más o menos digna (al menos no promotora de rubor), la dejé aparcada, rendido.
Al tiempo volví a cogerla con muchas ganas, creyendo que sabía por dónde la tenía que llevar. Iba a ser una novela larga, ágil, quería ponerme un nuevo reto. Se acabó cruzando otra historia, por lo que volví a dejarla. La otra, sin embargo, la terminé.
He vuelto a cogerla. No tiene nada que ver con lo que creía que iba a ser la última vez que la dejé. Sé que no será muy larga. Sé, de hecho, cómo va a ser. Quizá me lo pongo fácil (o no) dejándome llevar por la plasticidad poética. Pero, como habla del amor entre padres e hijos, es lo que debo hacer.
Para mantener esto con un mínimo de vida, voy a colgar en dos posts una de las partes que conforman la primera parte de la historia. En ella, Pablo y Daniel, recién llegado al pueblo para una reunión familiar, en la que terminarán de dar sepultura a la madre de Pablo, bajan a hacer la compra, ya que se van a reunir todos los hermanos y faltan cosas para esa noche. En el transcurso breve que supone ir a y volver de la tienda, Pablo recuerda la mañana del primer entierro al que asistió, coincidiendo con la fiesta de San Martín, coincidiendo, también, con la matanza.

Aquí, brevemente, dejo la primera mitad de ese episodio:


Era mayo ahora. 
Sin embargo, bajar la calleja con la tormenta escampada traía a la mente de Pablo imágenes del octubre de hacía catorce años. Tenía ocho. Quería a su madre. Para el niño, en el transcurso de la mañana ella se dividía en tres: el desayuno de vino en bota, la matanza y el primer entierro. Dividida en tres y plasmada en heridas:  aquellas con las que Pablo volvió a casa, sangrándole las piernas.
Recuerda ahora, girando a la izquierda frente al portón de la Angustias, la mano de su madre entonces, temblorosa, y el reguero seco de lágrimas sobre su brazo, una gota todavía contra la primera falange de su pulgar. Piensa hoy, con Daniel a su lado, en la mano de su madre. La madre muerta soltando la suya para aterrizar contra su pelo. El pelo del hijo, superviviente. Largos mechones a sus ocho años. Al mismo tiempo, su voz, ahogada por la reciente muerte del abuelo, decía: 
al menos siempre te tendré aquí. 
¿Que adónde vamos?, seguía. Pablo, por su parte, no había preguntado nada. Al cementerio. Al cementerio. Es un momento solo. Quiero que esté todo en orden. 
Alcanzaban entonces la panadería (y digo alcanzaban porque el recuerdo, que tantas veces volvía desde que esa madre había muerto, permanecía estático, repitiéndose constante). Alcanzaban la panadería como Daniel y él hacen ahora, pero en lugar de entrar continuaban la marcha, cruzando un puente ridículo, el puente bajo el que nunca había cursado nada. Quizá el cierzo, piensa Pablo, avisando del destrozo en la cosecha, del afecto despojado de raíces. 
Seguían adelante en aquel tiempo pretérito. Sin embargo ahora, el niño Pablo y su novio Daniel entran en el horno. Al cruzar el puente, como muchas veces antes para llegar a la ermita, su madre y él giraban a la izquierda. El mismo camino, también, para llegar a la vega. Cogidos de la mano de nuevo, madre e hijo rendían penitencia ante la muerte, doblegados a líquido por el sol. Era octubre, pero notaban cómo se convertían en mera transpiración contra la camiseta.
El calor, recuerda Pablo, y lo recuerda porque siente el del horno circular en el que hacen las magdalenas, parecía insultarles por seguir con vida. El calor impropio de octubre, mientras el abuelo yacía en su habitación de la casa. El yayo, como decía en ese momento exacto su madre, aquél al que todo debían. Abandonaban la acera de asfalto para cruzar la carretera. Ningún coche a la vista. En la puerta del cementerio, la señora lo paraba. Agachada, como Daniel ahora, y con la misma delicadeza con la que éste acaricia los huevos y los pone en la huevera, la madre acariciaba el flequillo de la criatura, diciendo: 
al menos siempre te tendré a ti. 
De nuevo estoica, abrían la puerta. Andaban por el campo santo, el mismo en el que hace seis meses la semienterraban a ella. Caminaron con una dirección establecida. Aparentemente.
El niño, arrastrado a sus ocho años y medio, estableciendo sin saber, con sus pasos, un eje de no retorno, respiraba con dificultad, más por eliminar de su nariz el olor a vino rancio que había dejado su madre que por alguna preocupación real.  
Pese a la muerte del abuelo, pensaba, harían la matanza. Empezó a pensarlo y no dejó de hacerlo hasta que mataron al primero de los tocinos. Esta idea fue la primera que lo aterrorizó. 
No estamos para derrochar dinero, concluía su madre conforme llegaban al foso. 
No estamos para derrochar dinero, le dice a Daniel ahora, cuando quiere comprar unos donuts. 
Con esta preocupación monetaria, que ya había despertado la madre en el desayuno, con la misma frase, y que buscaba justificar el paseo, llegaban al foso.
Qué ironía buscar, comenzaba la madre, intentar devolvernos al centro de la tierra.
Pablo la cortaba:
tengo frío. Se contraía frente al hoyo. 
Padecía el mismo tiritar que está sintiendo al salir de casa Jose Antonio y tocar el hombro de Daniel. Un eléctrico vaivén de reconocimiento, un golpe que siempre indica que uno sabe dónde se encuentra, pero que nunca podrá reconocer nada en adelante.
Se encaminan Pablo y Daniel a casa, cuando el primero tropieza. No sabe si es el recuerdo el que propicia el traspiés o al revés, pero siente el estupor que las manos de su madre produjeron en él cuando, frente a la fosa, lo cogió en hombros. Cuando le vino a decir, por tercera vez, lo mismo: 
sé que tú nunca me vas a dejar sola. 
Entonces, sin aviso previo, lo empujaba contra el hoyo.

Human Nature

Mi foto
Soy Alberto y soy muy humano, yo quiero a todo el mundo. Como Nati.