En su nuevo programa Penélope de Ítaca afirma que, si eliminásemos
el Siglo Diecinueve, aplacaríamos los clásicos y aspiraríamos a
una nueva humanidad. ¿Está
equivocada? Cada vez son más frecuentes las alusiones a la
asimilación realista
de patrones románticos. El hombre se siente constreñido. Su
organización social no lo representa. Si no fuese
por el amor, económicamente llamado matrimonio, el ser humano
sería feliz.
El episodio de hoy comienza con Penélope diciendo: en primer
lugar, la infancia. Así se presenta contra la cámara. Acto
seguido,
restos de cebolla picada en una cocina. Preparada para el postre,
enseña los moldes Goethe. Huele sus huecos. Dice:
compren sin parar. Los besa. Un guiño, al que acompaña de
furia. Batiendo
adereza la masa. Circunferencias anulares. Y, al sonar un teléfono,
lamenta la decisión de Telémaco: qué desgracia un hijo que se
niega a la inclusión. Aclara
que el joven quiere abandonar la escuela. Yo le digo,
continúa, que debe esforzarse
por encajar. Me insulta lo fácil que es rendirse y oponerse,
dice. Le prohibo el uso de libros, del mismo modo en que os pido
que los expulséis de vuestras cocinas: esta masa, atentas a sus
páginas, se habría quedado inútil. El exceso merma tanto como
la falta, por eso –o no– siempre se dirige al público en
femenino. Calcina de dentro hacia fuera. Entonces
sigue aludiendo a la tradición: qué diría de vuestra
ortografía, sin pan que acompañar al leerla. Le digo a
Telémaco: estudia, procrea o cásate. Ser feliz es tan fácil.
Cuando saca el bizcocho del horno,
lo trocea en pirámides. Las apila
pese a caerse. Las guarda en una caja. Esta, guiña de nuevo,
es la obra de mi amor. Así espero a Odiseo. Antes de
guardarla, abre la caja: se ha desmigado el pastel. Atento, Telémaco:
el matrimonio
es postergar
su recomposición.
En realidad Penélope
engaña a la audiencia. A la cocina siempre prosigue una mesa
redonda. Ha variado el formato. Hoy
sobrevuela una pregunta: ¿cómo saber que el molde
no es Atenea transmutada? Ella responde con Telémaco de ejemplo.
Asegura
que, omitido el encaje, es inútil la noción de equilibrio. Y que
sin tradición ¿dónde ubicar a Atenea? Hay silencio. Luego unas
imágenes. Cuestionada recientemente, Penélope afirmó que, de no
haber reproducido los patrones con que se nos educó, no existiría
la necesidad de afirmación en el héroe. Tiempo después
llora sin motivo. Dice: si no se le hubiese educado, Odiseo
todavía estaría aquí. Entonces enumera sus vicios:
seguridad, estabilidad y orden. Se golpea el pecho por haberlos
esperado. ¿Qué diferencia,
se interrogan los espectadores, existe entre ser feliz y la plenitud
de los objetos? Un rótulo
cierra el debate: ¿fue el miedo a la diferencia, el pánico a que
ocurriese
algo malo, el motivo de la descomposición?
Lo fuese o no, se precipita la caída. Ahora que intuimos
el fracaso emocional, interrumpen en favor de un bloque publicitario.
Fuera de antena, Penélope reconoce que Telémaco no irá a buscar a
su padre. También
asegura que no desea su regreso. Tose y se seca las lágrimas: esto
es lo que el público
desconoce. En el set de cocina lanza al suelo un Goethe. Aunque no le
apetezca, sonríe, de modo que, al retomar la emisión, el público
comienza a deshumanizarla, más cuando recobra la coherencia
y narra su involución matrimonial. Necesita nuevos parámetros.
Desposeer el afecto público le causará, en adelante, ansiedades.
Nombra decadencia, volver a la infancia, convertirse
en exigencia de cuidados. Le aterran la humanidad
y la vejez que nos merma y nos convierte en animales. La escena
termina
con ella diciendo: hablo
del amor.
Al final solo
quedan las preguntas. ¿Cómo diferenciar entre un hijo y Atenea?
¿Cómo oponerse a la estabilidad y prevenir el pánico? Recuerden:
Yo, Penélope, cuando digo que conozco el amor, aseguro que no
necesito comprenderos. Para qué ¡gloria a los hombres! Para qué
volver a los Corintios. ¿Qué decir de la familia? Tampoco yo
conozco la verdad, pero sé
que vosotros
estáis equivocados.
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