Esta esperanza yo no la he buscado. Roberto Bolaño

Déjennos equivocarnos


Nadie nos enseña a vivir. Por tanto, nadie nos enseña a escribir.

La imagen de arriba pertenece a Nox, de Anne Carson. El libro es un facsímil de las notas que tomó durante años, cuando su hermano, del que apenas sabía, la llamaba, y que recogió y amplió a su muerte.  Es, de algún modo, una elegía del aprendizaje que, si se trata de la vida, es triste siempre.

Nadie nos enseña a leer. Tampoco.

Sin embargo, si uno pone empeño, puede aprender cantidades ingentes de cosas.

Lo que quiero decir es: este libro, más allá de sus poemas, fotos o notas, pone de manifiesto la importancia del tiempo y el reposo. El lomo es desplegable, por lo que, si queremos, podemos hacer de él una línea temporal de varios metros. Y aquí Anne nos dice: anotad, dejad reposar, que os hacen falta meses para cada una de estas guirnaldas.

Yo, ya sabéis, quiero mucho a Anne.

Y la quiero porque me ha enseñado muchas cosas.

Si uno es valiente y se enfrenta a nuestros últimos treinta años o, mejor; si uno viniese del espacio exterior o, mejor aún; si uno llorase la muerte de Gil de Biedma junto a su ataúd y, acto seguido, cayese redondo  y despertase hoy, podría preguntarse: ¿acaso hemos cambiado en algo? Y no me refiero (solo) a nuestro país. Me refiero, en realidad, a nuestra poesía. ¿Cuántas apuestas, de las que llenan las mesas de novedades (escasas, para ser justos), difieren del panorama de hace veinte, treinta años en la poesía contemporánea?

Las hay, sí. Y algunas excelentes. Pero en este país en el que se publica tanto, el avance no es legión.
Disculpen, en cualquier caso, mi simplicidad.

No obstante, echo la vista a la literatura en lengua inglesa, por ejemplo, y observo el interés que durante ese mismo periodo de tiempo se ha tenido por amplificar los límites del poema, por reformular el verso, por cuestionar el poemario y su estructura. Podría aportar aquí un puñado de nombres. Jóvenes, mayores. Sin embargo, ¿para qué? Ya tenemos a Anne Carson.

Anne nos enseña también sobre el ritmo: ella, que podría manejarlo a su antojo por su formación, por su conocimiento de la función y finalidad de los acentos en los versos, decide prescindir de él. 
¿Por qué?
Porque el poema, amigos, tal y como su tradición ha ido descubriendo, se compone de muchas otras dimensiones.

En un poema encontramos la interrogación de cada palabra: si una no es necesaria al cien por cien debe salir de él. En un poema, además, deberíamos optar por optimizar recursos. Un poema no debería ser un lugar donde los sentidos crecen por ampliación, sino que deberían hacerlo por reducción. Para ello, cada una de las partes del poema deberían complementarse.

Para escribir uno, podemos hacer lo siguiente: desorganizar sus partes, buscando encontrar información complementaria.

Esto me lleva a pensar en lo siguiente: el contenido del poema debe, siempre, justificar su forma y su estructura. Y, una vez tengamos esto, debemos conseguir que la forma y la estructura, a su vez, justifiquen las palabras.

Necesitamos nuevas formas. Necesitamos replantear nuestra poesía. Un poema no es algo bonito. No tiene que se agradable ni tiene por qué hablar de amor. La poesía es vida, con todos su rincones sucios. Y nosotros, aunque amemos la belleza y la persigamos, somos seres pantanosos. A veces, monstruos que no se ven así.

Sin embargo, no podemos olvidar tampoco que el poema es un discurso, un mensaje, un canto. Sabemos cómo jugar con los acentos, modificar entonaciones mediante el uso o supresión de la puntuación, sabemos manejar registros, figuras: hagamos uso. Escribimos para expresar algo, así que vayamos más allá: juguemos con la percepción que provoque el texto.

Somos gente poderosa.

Pero, fuera del poema, cae en picado nuestro poder.

Vivimos en un entorno en el que, mírenlo bien, se aplaude y celebra otra idea del poema.
A veces, se aplaude y celebra una idea inexistente del mismo. Y también del poemario. ¿Para qué darle nombre a la acumulación?
Nadie nos enseña a escribir. Nadie nos enseña a leer. Pocos nos proveen de nuevas intenciones. Pocos apoyan las nuestras.

Si queremos hacer evolucionar nuestra tradición, si queremos no solo no dejarla que se estanque, sino no dejarla que retroceda, si creemos en la poesía, tenemos que arriesgarnos.

Y en todo riesgo, en todo salto, hay una posibilidad de caída. Anne lo dice: no tenía ni idea de qué necesitaba su hermano de ella. No por eso dejó de seguir hacia adelante. No por eso dejó de intentar descubrirlo.

No por eso se olvidó de él. Anotó. Guardó. Supo que llegaría el momento.

Y nosotros, que desconocemos qué necesita la poesía, sabemos, sin embargo, que nos necesita. 

Yo aquí propongo una idea: intentemos dar el salto. 

No lo hagamos por nosotros mismos, que no necesitamos aplausos, ni alabanzas ni glorias; hagámoslo por los que vendrán después. El que quiera fama o dinero que vaya a la televisión.

La poesía es otra cosa.

Pocos nos van a decir cuál es el camino. Pero, como habéis visto, incluso en lo que no se nos dice se nos enseña. Avanzar no es más que andar hacia adelante con los ojos muy abiertos. Y pensar. Pensar despacio, con mucho tiempo.

Lancémonos sin red. Debemos equivocarnos. Que ya vendrá alguien después que, por nosotros, y aprendiendo de nuestros errores, haga algo de la magnitud que nuestro idioma merece.

Indaguemos todas las dimensiones del poema. 

Lo digo siempre, pero no me canso: si la literatura de verdad nos importa, debemos ser generosos.

Nuestra poesía, permítanme esta claridad, adolece los mismos problemas que nuestro país. Hay un resquicio salvable, pero cómo ser consciente de hasta qué punto hemos hecho bien o no.

Ahora termino con peticiones:

Que alguien nos apoye. Sabemos que no estamos solos.
Dennos tiempo. Enséñennos la importancia del tiempo. La corrección. El reposo.

Pero, a su vez, por favor: déjennos equivocarnos.

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