Esta esperanza yo no la he buscado. Roberto Bolaño

Cumbres profundas (parte 2)

Ayer (creo que fue ayer) subí la primera parte de un breve capítulo. Es de la historia sobre la que estoy escribiendo ahora. Está aquí. Hoy, dejo el trozo que falta. Son borradores y, con tiempo y perspectiva, entraré dentro de algunos meses a corregirlos. Pero, de momento, esto es lo que mejor he sabido hacer. La historia, de momento, se titula Cumbres Profundas (porque a mí no se me ha ocurrido un título mejor). Y uno de los detonantes del título provisional es esta canción de Klaus & Kinski, mi grupo español favorito:


Y ahora, aquí el resto:


Antes he escrito estupor y quería decir miedo, porque es eso lo que sintió al verse cayendo al fondo del foso, y, sobre todo, al comprender que ella, pendiéndolo en el aire y soltándolo -podía sentir el tiempo detenido, sus manos en contacto, los pies desprendiéndose, el empujón-, lo lanzaba y no le preguntaba cómo se encontraba, pese a oír el golpe. Ella parecía preocupada por el pasado. Siempre decía: 
dime, hijo, ¿es lo suficientemente hondo? 
Pablo nunca respondía, ni se rebelaba contra el recuerdo. Ella gritaba poco después: 
¡pero ponte en pie, coño, que hay que revisar bien la profundidad de nuestras acciones! 
El niño lloraba previsiblemente.
Túmbate, contestaba ella, túmbate, fuera de sí, y el niño inútil, tan poco hombre, se segregaba en llanto, atormentado, contra el calor de antes, víctima de repentinos espasmos helados. Se acurrucaba, pero no se tumbaba nunca. 
Túmbate, te he dicho, o te tiro tierra. 
Entonces, acatando la desobediencia de su hijo, la madre ejercía su deber a la educación y, a patadas, erosionaba los montículos que rodeaban la zanja. 
Míralo, qué bonito. Si parece un ángel, como cuando acababa de salir de mi tripita. Así, hijo, así. Como tu abuelo. Pero nunca te vayas. Tú nunca te me vayas. No hagas como tu hermana. Ni como harán tus hermanos piensan hacer dentro de poco. Tanto quereros y cuidaros. No, mi Pablito. 
El niño seguía jadeando, mocoso. Lloraba porque le daba asco la tierra. Y ese mismo asco recorría, a la inversa, el camino que la tierra había trazado al caer, como si fuese un vídeo y alguien lo reprodujese marcha atrás. El asco alcanzaba los pies de su madre. De ellos, trepaba las piernas, como una enredadera. Terminaba inundándola de odio, aunque ella pareciese seguir seca. Tan seca como el cauce puente abajo, murmura Pablo girándose. ¿Qué?, pregunta Daniel. Pero Pablo no responde. Tan seca como el cauce. Un cauce de tierra. La tierra muerta que era ya su madre. Origen. Repudio.
Pablo cree ahora, mientras sortean las escasas calles del pueblo, que quizá su madre sí era consciente de su asco, porque a cada patada aumentaba la velocidad y la fuerza del golpe. Ahora Pablo siente saña. La siente ahora porque el recuerdo, desligado del asombro de entonces, es más real que lo que estaba ocurriendo. Al menos así lo cree. Y lo cree porque puede analizarlo, porque piensa en la razón y en que nos hará mejores. Siente también la mano de Daniel, con la que transfiere apoyo. Y se descubre en el presente:
de nuevo en la calleja y dentro de casa, mi hermana y mi padre todavía. 
Tras subir a duras penas por la cuerda que terminaba lanzándole su madre, con más esfuerzo que el que requiere esta cuesta, se hería las rodillas. Las gotas, presurosas, piernas abajo, relucían por culpa de alguna luz ilocalizable. Había transparencia en estos nuevos ríos. Y había sequedad al rozar la falda de su madre.
Era entonces cuando lo abrazaba y se quedaban así. Ella, consciente de la acusación contra su falda, lo zarandeaba. Y al niño Pablo le entraba mucho más miedo. Aunque razonada, aquella mañana era siempre atroz.
Ahora, sin embargo, se siente poderoso al rozar la mano de Daniel. Le ha dado la bolsa para abrir la puerta. Mientras abren, sienten el mismo silencio que al llegar, hace ya un par de horas. También emana el mismo olor a sofrito. 
Nada que ver, se dice, para despojarse ya de este recuerdo, con el grito desesperado de los cerdos, con el entierro tumultuoso de aquella mañana, con su madre, volviendo a casa y repitiendo sin parar:
al menos tú no te piensas ir nunca.

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