Esta esperanza yo no la he buscado. Roberto Bolaño

Cumbres profundas (parte I)

Cuando vivía en Austria empecé a escribir una novela. Llevaba dos años dándole vueltas a la historia. Después de mucho pelear y conseguir sacar una única página inteligible y más o menos digna (al menos no promotora de rubor), la dejé aparcada, rendido.
Al tiempo volví a cogerla con muchas ganas, creyendo que sabía por dónde la tenía que llevar. Iba a ser una novela larga, ágil, quería ponerme un nuevo reto. Se acabó cruzando otra historia, por lo que volví a dejarla. La otra, sin embargo, la terminé.
He vuelto a cogerla. No tiene nada que ver con lo que creía que iba a ser la última vez que la dejé. Sé que no será muy larga. Sé, de hecho, cómo va a ser. Quizá me lo pongo fácil (o no) dejándome llevar por la plasticidad poética. Pero, como habla del amor entre padres e hijos, es lo que debo hacer.
Para mantener esto con un mínimo de vida, voy a colgar en dos posts una de las partes que conforman la primera parte de la historia. En ella, Pablo y Daniel, recién llegado al pueblo para una reunión familiar, en la que terminarán de dar sepultura a la madre de Pablo, bajan a hacer la compra, ya que se van a reunir todos los hermanos y faltan cosas para esa noche. En el transcurso breve que supone ir a y volver de la tienda, Pablo recuerda la mañana del primer entierro al que asistió, coincidiendo con la fiesta de San Martín, coincidiendo, también, con la matanza.

Aquí, brevemente, dejo la primera mitad de ese episodio:


Era mayo ahora. 
Sin embargo, bajar la calleja con la tormenta escampada traía a la mente de Pablo imágenes del octubre de hacía catorce años. Tenía ocho. Quería a su madre. Para el niño, en el transcurso de la mañana ella se dividía en tres: el desayuno de vino en bota, la matanza y el primer entierro. Dividida en tres y plasmada en heridas:  aquellas con las que Pablo volvió a casa, sangrándole las piernas.
Recuerda ahora, girando a la izquierda frente al portón de la Angustias, la mano de su madre entonces, temblorosa, y el reguero seco de lágrimas sobre su brazo, una gota todavía contra la primera falange de su pulgar. Piensa hoy, con Daniel a su lado, en la mano de su madre. La madre muerta soltando la suya para aterrizar contra su pelo. El pelo del hijo, superviviente. Largos mechones a sus ocho años. Al mismo tiempo, su voz, ahogada por la reciente muerte del abuelo, decía: 
al menos siempre te tendré aquí. 
¿Que adónde vamos?, seguía. Pablo, por su parte, no había preguntado nada. Al cementerio. Al cementerio. Es un momento solo. Quiero que esté todo en orden. 
Alcanzaban entonces la panadería (y digo alcanzaban porque el recuerdo, que tantas veces volvía desde que esa madre había muerto, permanecía estático, repitiéndose constante). Alcanzaban la panadería como Daniel y él hacen ahora, pero en lugar de entrar continuaban la marcha, cruzando un puente ridículo, el puente bajo el que nunca había cursado nada. Quizá el cierzo, piensa Pablo, avisando del destrozo en la cosecha, del afecto despojado de raíces. 
Seguían adelante en aquel tiempo pretérito. Sin embargo ahora, el niño Pablo y su novio Daniel entran en el horno. Al cruzar el puente, como muchas veces antes para llegar a la ermita, su madre y él giraban a la izquierda. El mismo camino, también, para llegar a la vega. Cogidos de la mano de nuevo, madre e hijo rendían penitencia ante la muerte, doblegados a líquido por el sol. Era octubre, pero notaban cómo se convertían en mera transpiración contra la camiseta.
El calor, recuerda Pablo, y lo recuerda porque siente el del horno circular en el que hacen las magdalenas, parecía insultarles por seguir con vida. El calor impropio de octubre, mientras el abuelo yacía en su habitación de la casa. El yayo, como decía en ese momento exacto su madre, aquél al que todo debían. Abandonaban la acera de asfalto para cruzar la carretera. Ningún coche a la vista. En la puerta del cementerio, la señora lo paraba. Agachada, como Daniel ahora, y con la misma delicadeza con la que éste acaricia los huevos y los pone en la huevera, la madre acariciaba el flequillo de la criatura, diciendo: 
al menos siempre te tendré a ti. 
De nuevo estoica, abrían la puerta. Andaban por el campo santo, el mismo en el que hace seis meses la semienterraban a ella. Caminaron con una dirección establecida. Aparentemente.
El niño, arrastrado a sus ocho años y medio, estableciendo sin saber, con sus pasos, un eje de no retorno, respiraba con dificultad, más por eliminar de su nariz el olor a vino rancio que había dejado su madre que por alguna preocupación real.  
Pese a la muerte del abuelo, pensaba, harían la matanza. Empezó a pensarlo y no dejó de hacerlo hasta que mataron al primero de los tocinos. Esta idea fue la primera que lo aterrorizó. 
No estamos para derrochar dinero, concluía su madre conforme llegaban al foso. 
No estamos para derrochar dinero, le dice a Daniel ahora, cuando quiere comprar unos donuts. 
Con esta preocupación monetaria, que ya había despertado la madre en el desayuno, con la misma frase, y que buscaba justificar el paseo, llegaban al foso.
Qué ironía buscar, comenzaba la madre, intentar devolvernos al centro de la tierra.
Pablo la cortaba:
tengo frío. Se contraía frente al hoyo. 
Padecía el mismo tiritar que está sintiendo al salir de casa Jose Antonio y tocar el hombro de Daniel. Un eléctrico vaivén de reconocimiento, un golpe que siempre indica que uno sabe dónde se encuentra, pero que nunca podrá reconocer nada en adelante.
Se encaminan Pablo y Daniel a casa, cuando el primero tropieza. No sabe si es el recuerdo el que propicia el traspiés o al revés, pero siente el estupor que las manos de su madre produjeron en él cuando, frente a la fosa, lo cogió en hombros. Cuando le vino a decir, por tercera vez, lo mismo: 
sé que tú nunca me vas a dejar sola. 
Entonces, sin aviso previo, lo empujaba contra el hoyo.

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