Cuando una situación agotadora y estresante termina, siento un vacío repentino. Un vacío merecido, deseado y, por tanto, feliz. Como si hubiesen dejado de presionarme sobre los pulmones y entonces respirar costase menos. Este vacío, que no es otra cosa que sentirse libre (en la amplia magnitud de su expresión) a pequeña escala, me provoca reír y tener ganas de todo. Sin embargo, cuando estoy bajo la situación predecesora, la angustia, el nerviosismo y la ansiedad que hace unos años sentía, se manifiestan en forma de pereza, languidez o hastío. En eso, ahora, me veo yo.
Yo no creo que las relaciones literarias puedan reducirse a una descarnada búsqueda del poder terrenal, aunque en muchos casos puede que se dé esta ambición. En estas luchas, para los poetas poderosos, lo que está en juego es siempre literario. Amenazados por la perspectiva de la muerte imaginativa, de quedar totalmente poseídos por un precursor, sufren un tipo de crisis claramente literaria. Un poeta poderoso no busca simplemente derrotar al rival, sino afirmar la integridad de su propio yo como escritor.Harold Bloom. Anatomía de la influencia
Sin embargo, en estos días de querer arrastrarme por donde sea (en los que, raro en mí, me sorprendo escribiendo, e incluso emocionado por la situación en algún momento), días, digo, en los que desearía que el cuerpo no fuese cuerpo para no tener que cargar con él, ser no-materia y, con ello, no-movimiento, acontecen (como ha ocurrido) pequeños detalles que te hacen sobreponerte a ti mismo: mi padre, desahogado de repente de toda la responsabilidad que lleva acarreando desde hace meses, se reía, bromeaba y me decía déjame hablar mal, porque yo no tengo estudios. Eso, vosotros, que es lo mejor que os he podido dar. Vi en él, yo antes de mí, la satisfacción del trabajo bien hecho, de la vida bien llevada, del orgullo por haber dado todo lo que él no habría podido tener. Vi, también, el desahogo, la hipomanía afectiva que, cuando termine con todo esto, vendrá a mí.
Y después había una fotografía del evento, y al verla me quedé perplejo y confundido, como si acabara de ver un muerto que se acercara por un camino con el atardecer rojo e infernal recortándose a su espalda. Era mi padre tal y como lo viera en el hospital, en sus últimos años, calvo, con una barba blanca sobre el rostro delgado, muy parecido a su propio padre tal como yo lo recordaba, con una gafas grandes sin marco, gafas de policía o de mafioso, con las manos en los bolsillos de un abrigo blanco, hablando, con la garganta cubierta con una bufanda de cuadros que creía haberle regalado yo alguna vez. A su alrededor había otros hombres, que le contemplaban con rostro compungido, como si supieran que mi padre hablaba de un muerto sin saber que él pronto iba a ser uno de ellos, iba a entrar al pozo oscuro y sin fondo en el que caen todos los que han muerto, pero mi padre todavía no lo sabía y ellos no querían decírselo. Eran once hombres de pie a las espaldas de mi padre, como si mi padre fuera el entrenador desahuciado de un equipo de fútbol que acabara de perder el campeonato; uno llevaba la chaqueta y corbata pero el resto llevaba cazadoras de cuero y uno, una bufanda larga que parecía a punto de estrangularlo. Algunos miraban hacia el suelo. Yo miraba a mi padre y no acababa de entender qué hacía allí, hablando en ese cementerio una tarde de frío, en una tarde en la que los vivos y los muertos deberían haber estado a cubierto, en el abrigo de sus casas o de sus tumbas y en la consolación resignada de la memoria.
Patricio Pron. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia
Pero ahora, mientras, hago uso de ese amor, del ejemplo que es su vida (vivir levantando y sosteniendo, desde pequeño, las vidas de otros) y escribo. Porque él, ese hombrecito cascarrabias que me ha enseñado a disfrutar los domingos, hace que siga escribiendo. Porque aunque nunca me lea, siempre cree en mí.
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