Conté hace unas semanas que estoy escribiendo una novela. Muy despacio, porque le doy demasiadas vueltas a todo. Cuento hoy (me sé desaparecido de aquí) que la casa en la que ocurre la acción es la casa en la que he pasado la mayoría de veranos y fines de semana de mi infancia: la casa de los padres de mi padre. Mi imaginación es nula y, además, me interesaba jugar y conocer mis límites al insertar la acción en un entorno tan determinado. Creo que las cosas (los cuadros, los relojes, el hogar o los sofás) importan en una narración porque son capaces de alterar el transcurso (a través de nosotros) de lo que hacemos que nos acontezca. Las cosas me parecen, pues, cruciales.
Entre ellas, estaba el Libro de familia de mis abuelos. Hoy he sabido que mi abuelo nació en 1898, que mi abuela (a la única que conocí) lo hizo 10 años después, y que la hermana de mi padre que murió en la guerra (a la que él tampoco conoció) se llamaba María Luisa. También me ha contado mi padre que mis abuelos no se casaron (sólo lo habían hecho por el juzgado en la República) por la iglesia hasta después de la guerra, cuando era inevitable.
Hacía unos siete años que no volvía. La casa estaba distinta. El resto del pueblo también. Donde había un parque ahora hay un cobertizo sin paredes para dar sombra a los bancos; donde niños, sólo quedan ancianos (aun siendo agosto todavía). La calleja que sube a la casa está completamente asfaltada. La calle Delicias, que atraviesa casi todo ese lado del pueblo, tampoco puede volver a acumular barro los días de lluvia. La calle de los juegos, la rampa del monopatín, el camino prohibido hacia la era, todo está vacío y es diferente. Sólo aquéllos que te recuerdan recién nacido (arrugas que hacen caer los músculos, como caen los cuerpos cuando no se tiene prisa) siguen impertérritos despertando día a día allí. También siguen las fotos (que supongo que marcharían si pudiesen) y los papeles (que guardan más verdad que los hombres) sobre cómo y qué fue tu familia. Fotos en las que te descubres y después reconoces que no eres tú. Tu padre, tú antes que tú mismo, exactamente igual, sonriendo desde una pared. El más feliz de la foto. Tú de él: como dos gotas de agua. El padre, tu padre, al que más quieres. Tan feliz aunque tuviese tan poco. Y la pena de pensar que tú le has hecho alguna vez vivir más triste.
La gratitud de ser tan él sin poder (y lo sabes) superar su bondad. Tú o él:

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