Esta esperanza yo no la he buscado. Roberto Bolaño

Capítulo uno. O no.

(Estoy escribiendo una novela que no sé si acabaré algún día. Que no sé si leerá alguien algún día. Este es un trozo del primer borrador. Y a trabajar.)

Pensó mamá está muerta y abrió la puerta del coche, cerró con fuerza y su padre lo tomó como un gesto de enfado. Fue al maletero, sacó las bolsas con un par de juegos de cama limpios, después las de la carne y las verduras, dejando todas en el suelo de tierra, y por último se colgó al hombro una bolsa de deporte en la que había metido la ropa de papá, Daniel y la suya, antes de cerrar. Esta vez el gesto fue más delicado, y miró a su padre y le dijo no cojas nada, y fue Daniel quien agarró las bolsas con las que Pablo no podía, subiendo la calle que recordaba embarrada las tardes de llovizna, como aquella, y no de ese cemento que ahora imitaba al asfalto.
Papa, ¿llevas las llaves ahí?
Sí, pero igual ya están tus hermanos.
Bueno, sácalas por si acaso, que no han dicho ninguno a qué hora iban a llegar.
Así que José, al que Pablo entre amigos solía llamar el padre bueno, se rebuscó en los bolsillos. Le pasaba a menudo que por mucho que palpase no encontraba, así que, en el breve tramo hasta la puerta, se revisó un par de veces cada bolsillo antes de encontrarlas.
¿Abres?, le dijo su hijo.
Voy. E introdujo y giró la llave a la vez que el pomo.
Entonces, la sensación, que sólo les sorprendió a la nariz (ni la oscuridad, ni el frío, ni siquiera el mal regusto de la vuelta), resultó extraña. De dentro, como cuando venían los seis de vacaciones o los fines de semana, sorprendía el olor a pimiento friéndose en la cocina (como cuando la hermana mayor del padre todavía vivía) y se mezclaba con un tufo a cerrado y humedad que nunca había estado allí. Olía como la casa de los abuelos cuando pasaban a dar una vuelta, comprobando los plomos, todo en su sitio, y que no había fugas de agua, pero, a su vez, como si alguien (quizá la madre, quizá el padre o alguno de los hermanos) hubiese decidido poner en marcha la cocina y sorprenderlos con algún sofrito. Aquello delataba algo claro, pensó, sus hermanos, alguno de ellos por lo menos, ya estaba allí.
Mientras se interrogó llamándolos (Julián, Rodrigo, Nerea) y siguió a su padre (casi parecía que Daniel los escoltaba) por el recibidor, el pasillo y el comedor después, hasta la puerta de la cocina, pensó que también ellos se parecían a mamá, cerrando la puerta, dejando la oportunidad mínima a que (con buena o mala voluntad) se inmiscuyan los vecinos en los asuntos de uno, que a nadie le importaban. Como él metiendo prisa a su padre para que sacase las llaves; astillas todos del mismo palo.
No le gustó reconocerse así.
¿Nerea? Y sí, era ella. Dejó el cuchillo sobre la tabla, sonriendo se les acercó con las manos pringosas, limpiándose las pepitas de tomate en el trapo que llevaba en la cintura, y besó y abrazó a su padre, y después a Pablo y luego a Daniel. Los besaba y abrazaba mientras no dejaba de hablar, muy alto, con esa voz de pito que parecía casi que chillaba, y decía lo que se alegraba de verlos y que se sentasen a descansar, que les sacaba algo de beber, que qué querían y que a qué hora habían salido. Hablaba sin dejar respiro a réplica, hasta que preguntó Daniel:
¿Y Marquitos?

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