Esta esperanza yo no la he buscado. Roberto Bolaño

El incendio

[...]"Que mañana nos vamos". De pronto, despertó. La vio irse, entre las sombras. Irse. No podría ser. No podría marcharse. Ahora, ya, los días serían distintos. Ya conocía, ya sabía otra cosa. Ahora, el tiempo sería duro, dañino. Los sueños de la tarde serían unos sueños horribles, atroces.
Algo como un incendio le subió dentro. Un infierno de rencor. De rebeldía. "El maestrín, pobrecillo, que está enfermo..." ¿Adónde iba "el maestrín" con sus estúpidos cumpleaños sin sentido?
Los cómicos dormían en la misma casa de Maximiliano el Negro. Afuera, junto al Puente de Cristo, estaban sus carros de ruedas grandes, que girarían al borde del río, otra vez, a la madrugada, para irse de allí. Para irse de aquel mundo que ni los cómicos podían soportar más de una noche. El incendio crecía y se le subí a los ojos, como ventanas lamidas por el fuego.
Igual que los zorros, traidores, conscientes de su maldad, se levantó. Por la puerta de atrás del salón, se subía al cuartito de los aperos, en el que guardaba Maximiliano el bidón de petróleo. Como una lagartija, pegado a la pared, se fue a por él.
El incendio se alzó rozando las primeras luces del alba. Salieron todos gritando, como locos. Iban medio vestidos, con la ceniza del alba en las caras aún sin despintar, porque cansancio y la miseria son enemigos de la higiene. Junto al Puente del Cristo, los carros ardían, y uno de ellos se despeñaba hacia el río, como una tormenta de fuego.
Él estaba en el centro del puente, impávido y blanco, como un álamo. Iban todos gritando, con los cubos. La campana del pueblo, allá, sonaba, sonaba. Estaban todos medio locos, menos él.
Entonces la vio. Gritaba como un cuervo espantoso. Graznaba como un cuervo, como un grajo: desmelenados los cabellos horriblemente amarillos; la diadema de estrellas falsas con un pálido centelleo; el camisón arrugado, sucio, bajo la chaqueta; las piernas como de palo, como de astilla. Aullaba al fuego, despavorida. La luz del alba era cruel, y le mostró sus años, sus terribles años de vagabunda reseca. [...] Se acercó a ella y le dijo:
-Para que no te fueras, lo hice...
Luego se quedó encogido, esperando. Esperando el grito que no llegaba. Sólo su mirada azul y opaca y su boca abierta, como una cueva, en el centro de aquella aurora llena de humos y rescoldos. Estaba ya apagado el fuego, y ella, como las otras, con un largo palo golpeaba las brasas. Se quedó con el palo levantado, mirándole boquiabierta, vieja y triste como el sueño. En el suelo estaba el cuerpecillo de Eva, entre la ceniza caliente. Calva la cabeza, como una rodilla de niño enfermo. "No es combustible", pensó. Y se dio media vuelta, a esconderse bajo el puente.
Acababa de sentarse allí, rodeado por el gran eco del agua, cuando creyó oír los gritos de ella, arriba. A poco, unas piedras rodaron. Miró y vio cómo bajaban hacia él dos guardias civiles, con el tricornio brillando lívidamente.
Bajo las rocas, un cuervo volaba, extraño a aquella hora. Un cuervo despacioso, lento, negro.
-Piden agua, piden pan; no les dan...

Ana María Matute. Historias de la Artámila

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